_ Viejo, ahora cuando se me termine de pasar, la voy a ver a Valen, ¿dale?

La pregunta de Lio lo rescató súbitamente de sus dolorosos recuerdos, y le dio la pauta de que su hijo se sentía mejor. Valentina vivía en una de las casillas del boulevard y era apenas unos meses mayor que Lionel. Su familia había llegado durante la migración de los habitantes de la villa de Dardo Rocha. Antes de El Error sus padres habían sido cartoneros. Después, con el derrumbe del consumo ya no hubo materia prima que recolectar y vender: ni cajas de cartón ni envases de plástico, y mucho menos elementos de metal. Como todos en el barrio, la pasaron muy mal durante los cuatro años que transcurrieron entre El Error y El Apagón, arreglándose como podían para subsistir.

Valen, igual que Lio, pasó su primera infancia en ese ambiente de permanente deterioro.

Las familias de ambos se acercaron durante los devastadores días que siguieron a El Apagón. Al interrumpirse bruscamente la energía eléctrica, el gas, el agua corriente, internet, la telefonía, la radio y la TV, la precaria organización barrial que se había ido desarrollando para suplir el constante retroceso del estado dio lugar a un caos en el que resurgió el más salvaje individualismo. La oscuridad y la falta de información en que se vio sumida de un día para otro la población desató el miedo, la desconfianza y la violencia.

Los saqueos y los tiroteos eran moneda corriente, y así fue que una tarde Valentina cruzó la calle aterrorizada por las explosiones, los gritos y el incesante ladrido de los perros y se metió en el pasillo de la casa de Sofi, Diego y Lionel. La pequeña de cuatro años se acurrucó contra la puerta llorando y llamando a su mamá, hasta que Sofi la escuchó y la metió rápidamente en la casa.

Lio, a quien sus padres intentaban entretener de cualquier manera para mantenerlo alejado del miedo, apartó la vista del rompecabezas con el que jugaba y le sonrió. Valen dejó de llorar, e ignorando a Sofi y a Diego, se acercó a él. Pocos segundos después, estaban jugando y riendo juntos.

Nunca más se separarían.

_ Sí, pichón, por supuesto. ¿Sacaron alguna canción nueva?

Lio había aprendido a tocar la guitarra alrededor de los seis años. Sin ninguno de los pasatiempos de los que disponían los chicos antes de El Apagón, aquellos que tenían algún instrumento en la casa solían tocarlo desde pequeños. En ausencia de pantallas, el tiempo se ocupaba de otras maneras.

Diego sabía tocar bastante bien y le había enseñado algunos tonos y acordes a su hijo. Con el tiempo Lio demostró tener mejores aptitudes musicales que su padre, y a los doce años ya tocaba con gran solvencia.

Valen se había adueñado un par de años antes de una armónica que su padre había encontrado, oxidada, en un contenedor en sus épocas de cartonero. La había restaurado lo mejor que pudo y, mediante prueba y error y gracias a un gran oído, tocaba maravillosamente.

Se juntaban a intentar reproducir las canciones que les escuchaban cantar a sus padres y ya tenían un repertorio bastante amplio.

Valen, dueña de un humor filoso, lo cargaba a Lio diciéndole que menos mal que él tocaba la guitarra y ella la armónica, porque con su asma hubiera sido imposible al revés.

La pregunta de Diego hizo que la cara de su hijo se iluminara.

_ ¡Sí! Una que me había enseñado mamá.