Cada vez que le inyectaba la teofilina a su hijo, sus toscas manos de mecánico adquirían la delicadeza de las manos de Sofi. Era como si ella lo estuviera guiando desde algún lugar.

Mientras empujaba lentamente el émbolo de la jeringa y el medicamento entraba en el torrente sanguíneo de Lio, los recuerdos de Diego eran un torbellino sin dirección. Saltaban desde el contagio de Sofi y su rápida muerte dos años atrás, a los días previos a El Error, cuando ella intentaba convencerlo de que reconsiderara su decisión. “No va a hacer todo lo que dice”, le respondía él, repitiendo lo que escuchaba todo el tiempo en el taller. Lo decía el dueño, sus compañeros, los clientes. Lo veía en la tele, cuando los noteros entrevistaban a transeúntes que ya habían decidido lo mismo que él.

En los años siguientes, mientras todo se derrumbaba inexorablemente, jamás escuchó un reproche de parte de ella, que entendía que Diego había caído en la misma trampa que millones de personas que hartas ya de todo como él, habían optado por saltar al vacío.

Sofi, por su trabajo en el hospital, estaba diariamente en contacto con las principales víctimas de la catástrofe que sobrevendría: “los del montón”, como cariñosamente le gustaba llamarlos.

Tenía claro que ella y Diego no eran distintos a esa gente, aunque tuvieran un autito y pudieran darse el módico lujo de tomarse una semana de cada verano para ir a pisar la arena de la playa, en San Bernardo. Y con la sabiduría que la caracterizaba, no se había sumado a la marea humana que se precipitó a cometer El Error. Pero aunque Sofi nunca se lo había echado en cara, Diego sentía el agobio de la culpa por todo lo que había ocurrido desde aquel fatídico día, incluída la epidemia que, si no se hubieran eliminado los planes de vacunación obligatoria, jamás se habría desatado y no le hubiera arrebatado la vida de su amor.

_ ¿Estás mejor?

_ Sí, Pa. Ya me va aflojando.

El silbido de los bronquios de Lio iba atenuándose de a poco, pero Diego no conseguía detener los recuerdos que lo atormentaban. Los meses que siguieron a El Error habían sido durísimos. La presencia del Estado se había ido desvaneciendo y el espacio vacío había sido ocupado por prestadores privados que cobraban tarifas inalcanzables para la inmensa mayoría de la población. Y allí donde los privados no encontraron un incentivo económico para operar, el lugar fue ocupado por organizaciones mafiosas.

Eso ocurrió en prácticamente todos los barrios del conurbano, y Diego y Sofi lo habían padecido en Remedios de Escalada con Lío que en ese entonces era un bebé.

Diego sostuvo su esperanza durante un tiempo, creyéndole a los que desde la tele le decían que el sacrificio al que estaban siendo sometidos era necesario para sentar las bases de un futuro de grandeza.

Pero su confianza se desmoronó como un castillo de naipes el día que vio al que él había elegido Presidente confesar públicamente con una grotesca voz de personaje de dibujo animado que su misión consistía en destruir el Estado desde adentro.

Había votado a El topo.