Lionel escuchó el ruido de la puerta de calle y los pasos de Diego acercándose por el pasillo.

_ No tardé tanto al final, ¿viste? El camino estuvo tranquilo y El Doc no es de charlar mucho, ya sabemos.

Se levantó del sofá como pudo para destrabar la puerta y recibió a su padre con una sonrisa forzada, intentando disimular la disnea.

Lio asintió con la cabeza mientras lo miraba ansioso.

_¿Tenía?

_ Sí pichón, todavía le quedan un montón, no te hagas problema.

Buscó una ollita en la alacena y la llenó hasta la mitad con agua del bidón que guardaban debajo de la mesada. La puso sobre la cocina y controló que hubiera suficiente leña ardiendo. Fue hasta su dormitorio y sacó del cajón de la mesita de luz la cajita de acero inoxidable que unos años antes el Doc le había entregado a Sofi en una especie de ceremonia que Diego recordaba nítidamente cada vez que Lio sufría una crisis.

_ Tomá. Tengo dos, que me dejó mi viejo. Ésta es para vos. Cuando el pibe llegue a la adolescencia es probable que ya no te haga falta y yo sé que entonces se la vas a dar a alguien que la necesite. Diego recordaba casi palabra por palabra lo que le había dicho el Doc a Sofi en aquella oportunidad. Y cuando Sofi murió él tomó el legado. Ya encontraría a quién pasársela, pero todavía no era el momento.

Volvió a la cocina, apoyó la cajita rectangular en la mesada y la abrió con cuidado. Su contenido tenía el valor de las cosas que no se pueden reponer. Tomó la jeringa de vidrio y la aguja de acero y las metió suavemente en el agua que comenzaba a hervir.

Las jeringas y agujas descartables eran un lejano recuerdo y esa caja era un pequeño tesoro.

Mientras esperaba el tiempo necesario para la esterilización, y con las sibilancias de Lionel como ruido de fondo, Diego se preparó mentalmente para superar la impresión que le causaba introducir la aguja en la vena de Lio. Esa había sido siempre la tarea de Sofi, que lo hacía con destreza, mientras él disimuladamente apartaba la mirada. Ahora no le quedaba otra que sobreponerse a la aprensión para devolverle el aire a su hijo.

Volcó con cuidado el agua hirviendo en otra cacerola procurando que la jeringa y la aguja quedaran dentro de la ollita y las dejó enfriar durante unos minutos.

El agua, más tarde, volvería al bidón. A pesar de que hacía varias años que había logrado instalar una bomba manual en el fondo cerca de la huerta, en su casa no se desperdiciaba ni una gota, nunca. El agua corriente había dejado de salir de las canillas un par de días después de El Apagón, y era imposible saber hasta cuándo aguantaría la napa.

Descabezó la ampolla con la sierrita que también guardaba en la caja de acero y cargó la jeringa.

Se dió vuelta y vio a Lio que lo miraba con los ojos muy abiertos, extendiendo su brazo, sin decir una palabra.