Diego emprendía el regreso desde la casa del Doc con la ampolla de teofilina en su mochila. Lionel esperaba en el sofá respirando muy mal.
En un imaginario mapa en tiempo real de Remedios de Escalada, Lio sería un punto fijo en la avenida Marco Avellaneda, a un par de cuadras de la cancha de Talleres. Y Diego un punto móvil acercándose en zig zag desde Pavón.
Pero en ese mapa se verían también decenas de otros puntos desplazándose rápidamente en todas direcciones, a toda hora. Los rappi maniobraban acrobáticamente sus motos esquivando de memoria las alcantarillas sin tapa y las rajaduras del asfalto disimuladas por el pasto.
Eran como una red en movimiento. Los puntos en el imaginario mapa se cruzaban, se juntaban brevemente en determinadas esquinas, seguían cada uno su camino.
Algunos desaparecían por los bordes para reingresar horas después.
Ni Diego ni Lionel sabían lo que ocurría por fuera de los límites de ese mapa.
No tenían forma de saberlo porque El Apagón que sobrevino unos cuatro años después de El Error los había dejado, como al resto de la gente, desconectados de cualquier suceso que ocurriera fuera del alcance directo de sus sentidos. Aquello de encender el televisor o mirar la pantalla del celular para ver lo que estaba pasando del otro lado del mundo había quedado atrás, era parte de otra vida.
Aunque en los últimos tiempos previos a El Apagón el conocimiento de la realidad mediado por dispositivos se había convertido en una ilusión. La inteligencia artificial había llegado a un grado tal de desarrollo que resultaba imposible distinguir lo verdadero de lo falso.
En realidad, lograr que la población quedara finalmente incapacitada para discernir había sido un paso previo y necesario para llevar a cabo el objetivo final de El topo, aquel que había anunciado sin disimulo en una entrevista a un medio extranjero a pocos meses de haber asumido, y al que poquísima gente le había atribuido la literalidad que encerraba.
Si Diego y Lionel hubieran podido agrandar el mapa imaginario tal como se hacía tan naturalmente con dos dedos en las pantallas táctiles de la vida anterior, habrían comprobado que su realidad era bastante parecida a la del resto de los habitantes que siguieron con vida.
Sin agua corriente, gas ni electricidad, sin transporte, sin comunicaciones, la gente que quedaba se había visto forzada a procurarse la subsistencia mediante métodos primitivos.
Y sin leyes, las relaciones entre las personas quedaron súbitamente reducidas a frágiles acuerdos de conveniencia o violentas imposiciones
Quienes vivían en áreas rurales tuvieron menos dificultades para adaptarse a la nueva realidad.
Las grandes ciudades en cambio se convirtieron en trampas mortales. Sobrevino el caos y gran parte de la población no logró sobrevivir. Los que quedaron se desplazaron como pudieron y se acomodaron en los suburbios, donde por ejemplo se podía conseguir madera para cocinar y calefaccionarse, y era posible perforar manualmente pozos para obtener agua potable.
Diego y Lionel, esos dos ínfimos puntos en el mapa de un barrio suburbano, tampoco podían saber que los padecimientos que venían sufriendo desde El Apagón eran nada más que efectos colaterales de algo que ni siquiera podían imaginar.