Lio puso la pava en la cocina a leña y mientras esperaba que se calentara el agua para el mate anotó “yerba” en el cuaderno que tenían sobre la mesada. El tarro estaba por la mitad, pero no se podía esperar a que se terminara porque su reposición, como la de cualquier otro elemento de uso cotidiano, implicaba un proceso que podía demorar una incierta cantidad de días. Había que saber a qué rappi ubicar, negociar el precio, pagar por adelantado en dólares o en especies, esperar a que lo consiguiera, y por último que lo acercara a la casa.
Se sentó y tomó dos o tres mates con la mirada fija en una de las flores del mantel.
A pesar de que le costaba respirar se resistía a suspender la rutina diaria que le organizaba la vida en medio de tanta precariedad e incertidumbre, así que se levantó de la silla y fue al fondo.
Lo que Diego y Lionel llamaban el fondo era en realidad la casa de Toto, el vecino que habitó toda su vida ese departamento pegado al de ellos hasta que un día, uno de los más turbulentos días que se sucedieron inmediatamente después del Apagón, corrió gritando palabras incomprensibles por el pasillo y se paró con los brazos abiertos en el medio de la calle hasta que una bala lo silenció.
Poco tiempo después, asumiendo que nadie reclamaría esa propiedad, Diego improvisó a mazazos una puerta en la medianera para comunicar ambas casas.
De a poco fue haciendo cambios en ese territorio anexado. En una de las habitaciones acomodó todo lo que pudo llevarse del taller y en lo que había sido el comedor armó un gallinero.
Con paciencia fue levantando las baldosas del patio y picando la carpeta de cemento hasta dejar la tierra expuesta. En un par de años tuvo una huerta bastante variada que les proveía buena parte de su comida.
Lio recorrió el fondo como lo hacía todas las mañanas. Verificó que las gallinas tuvieran suficiente alimento y agua y recogió unos huevos recién puestos. Después caminó entre los frutos que ese verano se veían particularmente apetecibles: tomates, pepinos, zapallitos, berenjenas. Y más allá contra la pared, una sandía que crecía rápidamente. Como todas las mañanas al verla, calculó que faltaba un poco menos para el día en que estuviera a punto para abrirla y darse un atracón de dulzura junto con su padre. Esa ilusión le proporcionó una módica y fugaz alegría, pero no sirvió para atemperar el espasmo de sus bronquios.
Volvió sobre sus pasos, atravesó la cocina de su casa y llegó al pequeño living.
Se dejó caer en el sofá y recordó lo que Sofi le decía cada vez que empezaba a faltarle el aire: “Pensá en algo lindo, pichón”.
Entonces, como quien recorre la galería de fotos del celular hasta que se detiene en una para mirarla durante un rato, eligió concentrarse en un recuerdo, el más lejano que tenía.
Se vió junto a su mamá, los dos recostados en el mismo sofá donde ahora estaba sentado, viendo un videíto de Tik Tok hecho con inteligencia artificial en el que un gatito bailaba imitando los pasos de Michael Jackson.
Era extraño que se acordara nítidamente de la escena, porque en ese momento tendría unos tres años.
Había nacido pocas semanas antes de El Error, y hasta sus cuatro años las condiciones de vida de la familia, si bien se habían deteriorado drásticamente, aún conservaban algo de normalidad. Todavía había internet y energía eléctrica.