Caminó a buen ritmo, por el medio de la calle. Era siempre la mejor opción, excepto en las avenidas, donde todavía existía el peligro de cruzarse con las camionetas.
En los barrios hacía mucho que las calles eran caminos verdes en los que el pasto crecía en las grietas del asfalto.
Moverse de esa manera le permitía ponerse en guardia si lo atacaba uno de los perros que se ocultaban en algunas de las casas que se encontraban, en su mayoría, abandonadas. También le daba tiempo a sacar el revólver de la mochila si se le acercaba algún desconocido.
Además había aprendido a trasladarse siguiendo determinados recorridos que consideraba menos peligrosos, alejados de los territorios de las pandillas más violentas. Aunque siempre algún peaje tenía que pagar. Para eso llevaba los dólares además del revólver.
También tenía siempre en su mochila una botella con agua, porque era incierta la duración de cada salida y los kioscos y los bares eran un lejano recuerdo.
Cada tanto, por sobre el constante fondo de ladridos sonaba el motor agudo de una moto. Eran los rappi, antiguos empleados de las aplicaciones de delivery que habían logrado conservar su vehículo y ahora se ganaban la vida llevando, trayendo, consiguiendo, traficando y vendiendo ya no pizzas o empanadas, sino lo que pintara. Para contratar su servicio había que saber dónde paraban y arreglar personalmente. Diego conocía a muchos de ellos porque les arreglaba las motos a cambio de unos pocos dólares o unos litros de nafta.
La casa del Doc quedaba peligrosamente cerca de la avenida que en el 87 había sido rebautizada como Hipólito Yrigoyen por el gobierno de turno, sin efectos prácticos para los habitantes de Avellaneda, Lanús y Remedios de Escalada que la siguieron llamando Pavón, como toda la vida. Y después de los brutales cambios que sucedieron a continuación de El Error el nombre impuesto quedó definitivamente olvidado, como si nunca hubiera existido.
Diego se resistía a encontrarse con el Doc hasta que se le hacía inevitable.
Es que el Doc había sido el jefe de Sofi cuando ella trabajaba en la guardia de los jueves en el Hospital Evita (denominado durante muchos años Araoz Alfaro, otro caso de estrepitoso fracaso en los cambios de nomenclatura), y cada vez que se veían terminaban hablando de ella, lo que provocaba en Diego un estallido de angustia cuyas esquirlas le quedaban incrustadas en el alma durante varios días.
Pero Lio necesitaba la teofilina, y el que la tenía era el Doc.
Avanzando en zig zag sin hacer nunca más de dos cuadras en línea recta llegó, esta vez sin encuentros no deseados, hasta la puerta de madera que alguna vez había tenido cuatro vidrios repartidos, ahora remplazados por pedazos de chapa.
Golpeó dos veces, hizo una pausa y volvió a golpear, esta vez con tres golpes. Ese era el código.
Pegó la espalda a la pared, barriendo con la vista toda la cuadra mientras esperaba.
Sin teléfonos no había forma de saber de antemano si aquella persona a la que uno iba a ver estaría en su casa. El Doc prácticamente no salía, así que tenía buenas posibilidades de encontrarlo.
Pero no se sintió tranquilo hasta escuchar sus pasos a través de la puerta.