Cerró el candado sin mirar. Había aprendido a no dar nunca la espalda a la calle.
Antes de El Error, al salir a la mañana rumbo al taller solía detenerse unos minutos para mirar hacia la vereda de enfrente y ver cómo Oscar entraba mercadería al supermercadito y para saludar con la mano a Nelson, el vecino que pasaba sus días tomando mate sentado en el tapialito de su casa.
Esa mínima rutina había pasado a ser nada más que un recuerdo por tres razones: ya no salía hacia el taller, Oscar se había ido del barrio después de los saqueos, y Nelson había muerto poco tiempo después de que el PAMI dejara de entregarle sus medicamentos para la presión y la diabetes. Mientras caminaba rápido hacia la esquina de Vedoya, miraba por el rabillo del ojo derecho comprobando una vez más que aunque siguiera yendo al taller y Oscar tuviera aún su negocio y Nelson su sencilla vida de jubilado, él no podría verlos desde la puerta de su casa porque hacía ya varios años que sobre el boulevard los autos estacionados de los vecinos de la cuadra habían sido remplazados por cientos de casillas de chapa y madera, una al lado de la otra.
Desde que los narcos gobernaban la villa que comenzaba en la calle Dardo Rocha, a unas siete cuadras por Marco Avellaneda en dirección a la Capital, las familias que no encajaron en ese nuevo orden fueron expulsadas y muchas se instalaron allí, en su cuadra.
Diego sabía eso y unas cuantas cosas más por su experiencia directa y por lo que le contaban. No había otras fuentes de información. Su conocimiento se limitaba a lo que ocurría en las pocas cuadras que podía recorrer a pie, o en bicicleta.
Y además, como su vida se reducía a una serie de acciones que le garantizaran cada día su supervivencia y la de Lionel, se decía a sí mismo que no estaba como para andar averiguando qué pasaría en otros barrios, o en la Capital. E ironizaba mentalmente pensando que mucho menos podía ocuparse de lo que ocurría en el país, suponiendo que aún existiera.
No tenía ni idea de lo cerca que estaba su pensamiento irónico de la realidad.
Al llegar a la esquina giró en dirección a la avenida. Aminoró el paso sólo un par de segundos hasta sentirse seguro de que por lo menos en esa cuadra no iba a sufrir sobresaltos. No había nadie a la vista ni se escuchaba el ruido de ningún motor. Sólo el ladrido de los perros. El eterno y omnipresente ladrido de los perros cimarrones. El sonido de fondo de su existencia desde hacía tanto.
Pensó en el apenas perceptible silbido de la respiración de Lio durante la noche anterior que, ya sabía, era el presagio de una crisis.
Tenía que conseguir la teofilina.