_ Mira, pana. Ahorita tú te vas a subir y te vas a agarrar bien fuerte. En el camino dedícate a prestar mucha atención a lo que vayas viendo. A la vuelta me podrás hacer todas las preguntas que quieras.

A Lio no le había costado mucho convencer a su padre de que le permitiera emprender la travesía acompañando a Jesús en su moto. Diego había quedado tan avergonzado al quedar expuesto ante su hijo como un sujeto fácilmente manipulable, que sentía que había perdido autoridad como para prohibírselo. Por otra parte, conociendo el carácter de Lio, sabía que de todos modos lo iba a hacer, tarde o temprano. Y por último, no le disgustaba que el pibe corroborara con sus propios ojos aquellas cosas que el rappi le había ido dejando saber con comentarios hechos como al pasar.

Jesús puso en marcha la moto y arrancaron por una calle paralela a Marco Avellaneda, en dirección a la Capital. Lionel no podía creer lo que estaba viviendo. Era la primera vez, desde que tenía recuerdos, que iba a traspasar los límites de Remedios de Escalada.

Notó que Jesús llevaba en la espalda una mochila que parecía estar vacía. Vió que llevaba su revolver en la cintura, y no dentro de la mochila como lo hacía Diego.

El paisaje que iba desfilando ante sus ojos no era muy diferente del que conocía desde pequeño: calles agrietadas cubiertas casi por completo de pasto, casas sin mantenimiento de las que apenas podía adivinarse el color original, revoques descascarados, ventanas cuyos vidrios habían sido remplazados por tablas, basura acumulada en las esquinas, y casillas de chapa y madera salpicadas por todos lados.

Habían salido al mediodía, porque según Jesús era el momento más seguro para circular.

Lio notó que efectivamente había bastantes personas yendo de un lado a otro, aunque todas con paso apurado.

El ruido de fondo del ladrido de los perros se superponía cada tanto al del motor de la moto, cuando alguna manada se les acercaba para perseguirlos a lo largo de unas cuadras, hasta que Jesús aceleraba y lograba dejarlos atrás.

De algunas casas se elevaban delgadas columnas de humo, lo que indicaba que allí había algo para cocinar.

Jesús conducía la moto con pericia, esquivando pozos que parecía conocer de memoria, y evitando acercarse a zonas que sabía peligrosas. Cada tanto se cruzaban con otros rappi. Se saludaban con un breve toque de bocina y seguían cada uno su camino, sin detenerse.

Atravesaron lo que alguna vez habían sido los barrios de Lanús y Gerli. A medida que avanzaba, Jesús dejaba atrás las calles interiores y se aproximaba a Pavón.

Cuando finalmente llegaron a la avenida, en lugar de circular por la calzada comenzó a hacerlo por la vereda. Avanzó un par de cuadras y, sin detenerse, tocó la rodilla de Lio para llamar su atención. Sin decir palabra señaló hacia adelante, indicándole con ese gesto que iban a subir al Puente Pueyrredón. Aceleró a fondo y el motor sonó agudo, al límite de su potencia, mientras la moto trepaba la rampa.

Se abrió ante los ojos de Lio un panorama que le resultaba difícil de asimilar: a la derecha la que había sido la Avenida Mitre, vacía, perdiéndose en la distancia en dirección a Sarandí. A medida que subían acompañando la curva hacia la izquierda, quedaron a un costado unas abandonadas torres de departamentos, y a continuación, abajo, el Riachuelo cristalino liberado de la contaminación industrial.

Al llegar a lo más alto Jesús detuvo la moto y se mantuvo en silencio.

Frente a ellos se levantaba una especie de barricada que cruzaba el puente de borde a borde. Nadie sabía ya quiénes habían levantado esa pequeña cordillera de maderas, hierros oxidados y alambres de púas, amontonados allí desde hacía años.

Más allá, una masa gris oscura de cemento se extendía hasta el horizonte. Cientos y cientos de edificios vacíos con marcas negras, cicatrices de antiguas llamaradas, que ascendían desde los huecos de sus ventanas. Habiendo pasado casi una década desde la violencia desatada tras El Apagón, el viento seguía empujando todavía el olor rancio que queda después de apagados los incendios.

Lio no podía dejar de notar el contraste entre el paisaje miserable pero aún colmado de vida de los barrios que acababan de atravesar y la brutal desolación de lo que alcanzaba a vislumbrar de la Capital en ruinas.

_ Bueno, chamo. Ya volvamos.

A Lio se le atropellaban las preguntas, pero respetó la consigna que le había impartido Jesús al comienzo del viaje. Asintió con la cabeza y emprendieron el regreso.

A mitad de camino, Jesús se desvió unas cuadras de la calle por la que estaba volviendo y se internó en un laberinto de estrechos pasillos. Era un barrio de casillas como las del boulevard, pero construidas en lo que había sido el playón de estacionamiento de un gran supermercado. Cuando estuvieron frente a la puerta del salón de ventas siguió hacia el interior sin detenerse.