Un rayo del sol del atardecer entraba por el ventiluz en lo alto de la medianera y caía justo encima del motor.
Diego había dejado su viejo Renault 12 familiar abandonado en la puerta de su casa, como lo habían hecho todos aquellos que tenían un auto al agotarse las reservas de combustible de las estaciones de servicio, en las semanas que siguieron a El Apagón.
Poco a poco todos esos vehículos fueron transformándose en verdaderos fósiles de acero, plástico y caucho esparcidos por las calles de Remedios de Escalada.
El Renault había sido un legado del padre de Diego, que cuando no pudo manejar más por sus achaques, se lo dejó sabiendo que como buen mecánico lo iba a mantener en excelentes condiciones. Y así fue. Diego se encariño con el auto, y a pesar de que para el momento en que lo recibió podría haber comprado un usado mucho más moderno de los que cada tanto ponían en venta algunos de sus clientes del taller, prefirió la nobleza de ese fierro y no se equivocó. Mientras lo tuvo en uso acumuló miles de kilómetros llevando a Sofi al hospital, haciendo las compras en el supermercado, y con las vacaciones en la costa y las salidas de fin de semana.
Luego de El Error lo movió cada vez menos, porque el precio de la nafta no paraba de aumentar y se hizo prácticamente imposible poner unos litros en el tanque.
Después de El Apagón comprendió que ya no iba a poder seguir usándolo y decidió una mañana sacarle el motor y llevarlo al incipiente taller que estaba armando en el fondo.
Previamente había tenido otro impulso: llevarse de a poco a su casa todas las herramientas que pudo desde el taller donde trabajaba, a unas seis cuadras, aún con el peligro que había significado ese trasiego de materiales valiosos durante aquellos convulsionados días. Ni el dueño ni sus compañeros habían vuelto al lugar de trabajo. Todos vivían lejos y nada más se supo de ellos.
Entre los elementos que se había llevado estaba la pequeña grúa hidráulica que le permitió transportar tanto el motor como la caja de cambios, tarea que le hubiera resultado imposible realizar a pulso.
También había entrado las ruedas, los semiejes, el alternador y la batería.
No tenía claro, al menos conscientemente, cuál sería la utilidad de semejante esfuerzo. Simplemente sentía que tenía que hacerlo. Sofi, con el pequeño Lio en brazos, lo miraba ir y venir frenéticamente por el pasillo y guardaba silencio.
Tuvo el motor montado en dos caballetes durante años. Ocupado con los apremios de supervivencia que se sucedían uno tras otro, lo había tapado con una lona y se había olvidado de él.
Cuando los rappi comenzaron a llevarle las motos para repararlas, le entregaban a cambio de su trabajo dólares o mercadería, hasta que uno de ellos le ofreció pagarle con un bidón de nafta. Ellos sabían dónde conseguir el combustible suficiente para sus pequeños vehículos, y a veces lograban cargar una cantidad extra. Diego aceptó inmediatamente, de nuevo sin tener en claro por qué.
Así fue almacenando la nafta que recibía en un tambor metálico, en un rincón del taller.
El motor montado sobre los caballetes e iluminado por ese rayo de sol se asemejaba a un objeto sagrado en un altar. Esa imagen disparó en Diego una especie de revelación que armó el rompecabezas disperso en las sombras de su inconsciente durante años. Sintió que tal vez ese montón de metal ahora inerme podría ayudarlo a rescatar parte del pasado que se le estaba deshilachando en la memoria.
Y supo que Jesús podía conseguirle la única pieza que le faltaba.