Las historias que Sofi le había contado a Lio eran fabulosas. Hablaban de la vida anterior a El Apagón.

Una vida en la que esos autos que ahora abandonados se oxidaban irremediablemente, circulaban a toda hora por las calles que no eran inciertos caminos plagados de grietas y pozos cubiertos de pasto, sino lisas cintas de asfalto.

Un mundo en el que de esos pequeños artefactos de metal llamados canillas salía agua con sólo girar la llave, y en el que había cocinas y estufas a gas, o eléctricas.

Y también había pantallas. Grandes, como la de ese televisor que ahora juntaba polvo arrumbado detrás de un mueble. O pequeñas, como la del celular que Diego guardaba en su mesa de luz, y que cada tanto tomaba en su mano temblorosa observándolo con melancolía del pasado sabiendo que allí dentro había fotos y videos en los que aparecía Sofi, y con terror al olvido porque el recuerdo de su rostro se le estaba desvaneciendo a medida que pasaban los meses.

Una vida en la que los adultos iban a sus trabajos y los chicos a las escuelas, y la comida se compraba en los supermercados.

Y se podía ir en micros o en tren a otras provincias, y quienes podían tomaban aviones y viajaban a otros países.

Y tocando pequeños botones en la pared se encendían las luces de las casas.

También le había contado que con teléfonos iguales al que ahora Diego conservaba inútilmente, además de ver videos de Tik Tok como aquel que él extrañamente recordaba, se podía hablar o enviar mensajes a cualquier parte del mundo, escuchar música, ver películas, seguir un mapa para ubicarse y hasta leer libros.

Lio sólo había conocido los libros de papel, que Diego y especialmente Sofi habían acumulado a lo largo de años, y como la mayoría de los chicos que llegaron a la edad escolar en los primeros años después de El Apagón, había aprendido a leer y escribir en su casa. Algunos no habían tenido esa suerte porque sus padres carecían de las capacidades necesarias para enseñarles. Con el correr del tiempo se organizó una especie de sistema de educación vecinal, en el que quienes habían sido docentes en la vida anterior daban clases a varios niños, a cambio de alimentos, agua, o, en muchos casos, simplemente por la satisfacción de alfabetizar.

Si bien entendía los fundamentos teóricos que tanto Sofi como Diego le habían ido explicando acerca de la energía eléctrica, la transmisión de datos mediante ondas invisibles, el funcionamiento de internet, etc, acostumbrado desde muy pequeño a una vida de rutinas sencillas y recursos limitados, Lionel se sentía abrumado al imaginar cómo habría sido aquella época plena de maravillas al alcance de la mano.

Y últimamente se había despertado en él una enorme curiosidad sobre cómo y por qué se había producido El Apagón que súbitamente había acabado con aquel mundo fantástico, y sobre todo qué alcance había tenido. Ignoraba cómo serían las cosas más allá de los límites de su barrio, y eso le provocaba una especie de vértigo que, una vez que Valen se llevó con un último beso la última lágrima de su cara, pudo describírselo como “un vacío en el pecho”.

_ A mí me pasa lo mismo, pibito. Y me parece que sé a quién le podemos preguntar.