— Vas a tener que quedarte solo, Lio. Un par de horas, nomás.
— Andá tranqui viejo, seguro no va a pasar nada. Igual yo trabo bien la puerta.
Diego le apoyó la mano en la cabeza, se la zamarreó suavemente, e intentó sin mucho éxito mostrarle una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora.
Tenía claro que el pibe con sus doce años había alcanzado a la fuerza una madurez propia de un adulto, pero no pudo evitar el nudo que le atenazaba la garganta cada vez que pensaba en la sucesión de acontecimientos que los habían llevado a ese presente.
El último hachazo había sido la muerte de Sofi, su amor y madre de Lionel, que había insistido en seguir yendo a dar una mano en la salita en plena epidemia de sarampión, dos años antes.
En su interior había un revoltijo de dolor, culpa, bronca y angustia.
Esa alquimia emocional hacía que se sintiera responsable personalmente de todo lo que estaba sucediendo. Fantaseaba que con su decisión de aquel fatídico día había lanzado una flecha incendiaria que tras volar a lo largo de poco más de una década había impactado en su pequeña realidad, su mínima familia, su supervivencia y la de su hijo.
Pasaba por alto que eran millones los que habían cometido El Error. Él sentía que debía responder por su parte.
Estaban solos, él y el pibe. Diego y Lionel.
Diego, como otros miles que junto con él llegaron al mundo en el 88, llevaba el nombre con el que sus viejos fantasearon bendecirlo para toda su vida. Y si bien le había interesado el fútbol como a casi todos los pibes y había jugado en alguna canchita, su vida, como la de casi todos los Diegos del 88, siguió otros rumbos. Estudió en el industrial y salió mecánico.
Pero en el 23, con la alegría de la Copa palpitando en el pecho él y Sofi repitieron la historia y bautizaron a su hijo con el nombre del mejor del mundo. Y Lionel, como cualquier pibe normal, pateó una pelota todo el tiempo que pudo hasta que la vida dejó de ser normal.
Diego agarró su mochila, metió el revólver adentro, se la colgó del hombro, sacó algunos billetes de un dólar del estuche de anteojos que tenían escondido en la cocina en el cajón de los repasadores, y le dijo al pibe, innecesariamente.
— Cuidate.
Caminó por el largo pasillo del ph en dirección a la calle, hasta la puerta de reja que constituía la primera defensa de su frágil fortaleza.
A través de los barrotes vio, una vez más, en qué se había convertido el boulevard Marco Avellaneda.
Respiró profundo, abrió el candado y salió.